Ayer por fin me decidí. Tras casi dos meses de posponerlo pensé que ya había llegado el momento de ponerse manos a la obra. Al fin y al cabo no podía ser tan difícil. CRASO ERROR.
Me preparé a conciencia, me puse mi pantalón de faena, saqué del armario la camiseta azul raída, esa que todos tenemos guardada desde hace años y nos negamos a convertir en trapos con la ilusa justificación de que es nuestra camiseta de brega, esa que vamos a utilizar cuando al fin nos decidimos a lavarle la cara a las paredes de nuestra casa con una manita de pintura y que en honor a la verdad nunca nos acordamos de usar para tal fin, esa que nos debería servir como atuendo protector a la hora de lavar el coche y que al final se sigue empolvando en el cajón cuando nos decidimos, in extremis, a pasar por un autolavado y dejarnos de historias manuales, esa que todos conocemos, esa que todos tenemos guardada en contra de la opinión de nuestras mujeres, novias y madres. Me acerqué al trastero y cogí mis herramientas. Aquel estuche comprado en Alcampo por 5 euros que trae varios destornilladores de estrella, alguno plano, un par de alicates y un juego de llaves fijas de una calidad monouso que por fin iba a estrenar. Ya estaba listo.
El siguiente paso era desembalar el artilugio. Y empezó a torcerse la cosa. Después de varios intentos por lograr abrir el envoltorio sin causar daños extremos en el mismo, me di cuenta que no era esa la intención del fabricante, y que debió pensar que si había alguien tan gilipollas como para comprar tamaño armatoste, no merecía tener la posibilidad de arrepentimiento y devolución, con lo cual cerraban la caja de tal manera que era prácticamente imposible acceder a su interior sin antes destrozarla casi en su totalidad. Pero bueno, pensé, -es por una buena causa-, así que, armándome de paciencia, fui sacando pieza a pieza todos los componentes necesarios para el montaje. Ahora ya no había marcha atrás. Tenía 32 piezas de colores, dos bolsitas con tornillos y anclajes varios y 3 hojas tamaño Din-A3 con innumerables pegatinas esparcidas por todo el salón de la casa. “Ánimo Félix”, no paraba de decirme en voz baja intentando autoconvencerme de que si había sido capaz de sacar un título de Técnico Superior en Informática, no se me iba a resistir el montaje de las narices.
Siguiente paso: traducir la hojita de instrucciones, y no porque estuviera en otro idioma distinto al que más o menos dominamos (o sea el español), no, simplemente porque el lumbreras que había diseñado los pasos a seguir para lograr un montaje sencillo acompañandolo de dibujos cuya perspectiva de trazado iba bastante más allá de mis conocimientos de dibujo técnico, no se había parado a pensar que quizás el usuario final hacia el que iba destinado el encriptado papiro, NO sabía de antemano como se montaba. Con más dificultades de las previstas, fui poco a poco encajando las piezas, atornillando una y otra vez las mismas partes hasta dar finalmente con los tornillos que encajaban en los agujeros. Tras casi cuatro horas de arduo trabajo, de montar y desmontar piezas hasta dar con la combinación adecuada, al fin logré darle la forma que se suponía (viendo el dibujo que aun se podía adivinar entre los restos de la caja) debía tener. Pero aun me quedaba otra media hora, al menos, para poder colocar todas las pegatinas que acompañaban al asunto y las cuales simbolizaban e indicaban con detalle la utilidad de cada parte. ¿Han probado alguna vez a colocar las susodichas en los huecos que vienen preparados para tal fin?, ¡es casi imposible!, hay que pegar y despegar 2500 veces cada una de ellas hasta lograr finalmente que la misma (ahora algo arrugada) encaje de una forma medianamente aceptable en su ubicación predeterminada.
Total y para ir acabando, cerca de las diez de la noche pude por fin irme a la cama con una doble sensación, la de orgulloso padre que había logrado alcanzar el anhelado objetivo y la de una enorme frustración al caer en la cuenta que había tardado casi cinco horas y había perdido la paciencia y el tiempo del que rara vez disponía en montar una mierda de COCINILLA DE JUGUETE a mi hija y que a la postre me produjo horas de insomnio y mal dormir por lo inepto que me hizo sentir.
Y es que está claro, para lograr montar la dichosa “cocinita” no hay que tener paciencia, hay que tener un Máster. Y con todo ésto, a lo que llego es a una clara conclusión: La próxima vez le regalaré a mi hija un iPod, una Tablet o una Play. Bien es cierto que según todos los estudios al respecto, éstos no sirven como juguetes educativos, que provocan que nuestros hijos se críen más alejados de la realidad que lo que nos criamos nosotros, que serán algo menos sociables y todas las zarandajas que les dé la gana, pero…. ¿y lo contento, sin frustraciones y relajadito que me iré yo a la cama?.
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